Nací en Kenia en 1957 y a los siete años me enviaron a un internado. Cuando salí de mi país a los 18 años, había desarrollado un grave trastorno alimentario y además consumía drogas y alcohol.
Después me instalé en España y me casé con un abogado de una familia española rica y poderosa. Tuvimos un buen noviazgo. Tras nuestra boda todo cambió.
Después de cinco años de matrimonio, tuvimos una hija y fue entonces cuando descubrí que mi marido mantenía varias aventuras. No mostraba ningún interés ni por mí ni por nuestra hija. Aunque ya no tomaba drogas, mi consumo de alcohol y mi trastorno alimentario iban en aumento.
Un día, sin previo aviso, mi marido nos trasladó a Lizzie y a mí a un piso en Fuengirola. Él pagaba el alquiler y me ingresaba 30 libras a la semana para que viviéramos allí. Me lo quitó todo, incluido el coche, el caballo y el perro. Trasladó a la que era por aquel entonces su pareja a nuestro domicilio conyugal.
Al cabo de un mes, me di cuenta de que planeaba llevarse a Lizzie con él y echarme del piso. Su familia era tan poderosa que podía hacer lo que quisiera. Aun así, yo quería luchar por mi hija y para ello necesitaba dejar el alcohol y abordar la lucha que tenía con la comida.
Empecé a asistir a asociaciones de autoayuda de carácter anónimo y pude abandonar el hábito de beber y controlar mi bulimia. De repente, a mi ex marido se le antojó un régimen de visitas. Para mí fue duro, ya que mi hija y yo nunca habíamos estado separadas desde que ella nació, pero no tuve elección. En las visitas con su padre, él hablaba mal de mí a mi hija y ella empezó a cambiar, a alterarse.
Comenzó una batalla legal por la custodia y lo primero que descubrí, a través de mi abogado, fue que existía un acuerdo prenupcial. Lo había falsificado mi marido como abogado la noche antes de casarnos. Por tanto, me dejó sin dinero para la representación legal.
Para entonces, ya había conocido a mi actual marido, Howard, quien logró encontrar a un abogado en Madrid dispuesto a llevar mi caso. La vida era dura, pero me mantuve sobria gracias a las reuniones.
El caso se llevó ante una jueza y fue muy largo, pero mi abogado pensó que tenía muchas posibilidades de ganar y conseguir la custodia. Durante este período, mi hija estuvo conmigo. No quería separarme de ella. Mi ex se negaba a que viajara a Londres para que pudiéramos pasar los fines de semana con Howard. Durante el receso judicial de agosto, recibí una llamada amistosa de mi ex. Me dijo que podía llevarme a mi hija a Londres un fin de semana, aunque quería saber los detalles del vuelo y la dirección postal de Howard. Fue lo más feliz que me había pasado desde que estaba sobria.
Howard y yo planeamos el fin de semana para mi hija, que estaba muy emocionada. Llegamos al piso de Howard a las siete de la tarde, cenamos, vimos la televisión y nos fuimos a la cama. Justo después de medianoche golpearon la puerta principal. Era la Interpol y la policía. Siete hombres y una mujer entraron y se llevaron a mi hija. Mi ex había acudido a los tribunales y alegaba que yo la había secuestrado. Su poderosa familia había cambiado de juez y ese día se celebró una vista a la que yo no fui invitada.
Estaba desolada. Tenía 33 años; mi hija, cinco años y ella había desaparecido. Fue la noche más larga de mi vida. A pesar de lo traumático de la situación y la angustia que me provocó, no quise beber, fue un milagro.
Volví a España para luchar por mi hija. Fue duro porque realmente quería quedarme con Howard en Londres para sentirme a salvo, pero estaba decidida a continuar la lucha legal por su custodia. Cuando volví a España, me siguieron y amenazaron y entraron en mi piso dos veces. Howard también fue amenazado y advertido de las consecuencias si venía a España o seguía ayudándome.
El caso no se resolvió a mi favor, por lo que perdí la custodia. Para ver a mi hija me concedieron la mitad de las vacaciones y los fines de semana de visita, todo según lo que quería mi ex marido. Me quedé en España, cuando se apelaba la decisión del tribunal, dormía en sofás de amigos. Gracias a Howard y a mis amigos de Alcohólicos Anónimos, pude mantenerme cuerda y sobria. Mientras se desarrollaba el proceso de apelación, Howard me sugirió que empezara terapia para que me ayudara a mantenerme sobria y pudiera abordar todos mis problemas. Empecé a cambiar, sobre todo mi forma de pensar.
Me hice amiga en Alcohólicos Anónimos de una periodista muy conocida, quien escribió mi historia en revistas y periódicos y me sentí apoyada y más fuerte si cabe. Acepté aparecer en el programa de Esther Rantzen, que emitía un reportaje sobre madres cuyos maridos habían secuestrado a sus hijos. Todas las demás mujeres eran de Oriente Medio. Me senté a charlar con ellas antes de empezar a grabar el programa. Todas estaban totalmente destrozadas. Parecían más mayores de lo que eran. En ese momento me di cuenta de que ellas no vivían, sólo existían, e incluso si recuperaban a sus hijos, podrían no ser madres aptas, emocionalmente hablando, para cuidarlos. Sabía que yo también podría ser como ellas y que, por muy mala que fuera mi situación actual, podría empeorar aún más. Con el tiempo, no sería capaz de mantener una relación, ejercer de madre decentemente, ser una buena hija, etc. Estaría destruida por lo que me había hecho mi ex marido.
En ese momento, decidí que mi ex ya había hecho el daño suficiente y que no iría al programa de televisión. Tomé la decisión de que no contrataría a más abogados, que aceptaría el resultado del recurso y que dejaría que mi ex hiciera lo que creían en el juicio que era moralmente correcto para mí y para mi hija. Ahora dependía de él.
Me mudé a Londres para estar con Howard y decidí que haríamos una vida juntos y que nuestra experiencia serviría para ayudar a los demás.
El 3 de enero de 1993 salí de España para estar con Howard y esperar la decisión sobre el recurso. Solo un par de días después, me enteré de que había perdido la apelación… y estaba embarazada.
Durante el embarazo llamaba a mi hija cada dos días. Al cabo de unos meses, ya no podía hablar y mi hija me decía: «Mamá, no cuelgues el teléfono». A veces viajaba a España porque mi ex me decía que podía pasar un fin de semana con ella, pero solo la vi una vez, durante dos días. Lizzie no podía hablar… solo se pegaba a mí cuerpo.
A pesar de todo, no bebí ni caí en la depresión. Mi terapeuta y el grupo de apoyo a mujeres fueron duros conmigo y a la vez se comportaron de forma increíble. Confié en ellos y me ayudaron a cambiar. Aprendí a valorarme y a decir no. Por fin me conectaba con las personas y ya no me sentía sola.
Tuve a mi bebé. Una niña, Ali, y nadie me la podía arrebatar. Seguí asistiendo al grupo durante muchos años porque no quería que Ali se viera afectada por mis malas experiencias. No quería que nadie me definiera por lo que me había pasado.
Ahora llevo más de 30 años sobria. No veo a mi otra hija mayor. Ella vive en Granada, pero sigo pensando en ella todos los días.
Durante todo este tiempo, nunca he querido o deseado beber ni tomar una pastilla. No me he portado mal con la comida. He sido la mejor madre y esposa que he podido ser. He aprendido a afrontar y aceptar lo que pasó y, lo que es más importante, a pedir ayuda cuando la necesito.
Creo que es vital compartir mi experiencia a muchas mujeres que están en centros de rehabilitación o en centros penitenciarios. Ahora, con The Bridge, tenemos el centro de rehabilitación perfecto para ayudar a las personas de verdad, para que puedan superar la adicción primero y vivir la vida después.