Tenía siete años cuando me di cuenta de la forma de mi cuerpo y recuerdo haberme sentido gorda por primera vez. Llevaba unos pantalones cortos de ciclista de color naranja chillón y un pequeño top blanco, me miré los muslos y sentí asco de mi aspecto. Esa primera vez está grabada en mi memoria, la sensación se quedó en mi mente, de forma subconsciente, me sentía diferente y no lo suficientemente buena.
Mis padres estaban sobrios cuando me conocieron y me tuvieron, pero su vida no estuvo exenta de dificultades. Sus familiares estaban resentidos con ellos, ex parejas que estaban enfadadas e hijos pequeños con los que todavía intentaban por aquel entonces ser buenos padres. Una forma de controlar su salud mental era asistir a reuniones de 12 pasos y, cuando nací yo, me llevaron con ellos.
Las reuniones formaron parte de mi vida y crecí escuchando a hombres y mujeres de todas las edades y orígenes compartir su pasado y su presente desde la cruda realidad, con honestidad y humor. A pesar de mi edad, me sentía identificada con muchos de los testimonios que escuchaba, pero me costaba encajar con mis compañeros. Siempre tuve la sensación de que el mundo, fuera de las reuniones, funcionaba en una frecuencia determinada y yo estaba en algún lugar por encima o por debajo de ella, intentando desesperadamente sintonizar. Estar con personas que no pertenecían al entorno de las reuniones y de mis padres me parecía antinatural y me costaba trabajo encajar con ellas.
Mi mente estaba en constante movimiento, desde que me despertaba hasta que me iba a dormir, hasta que me tomé una copa por primera vez. Cuando bebí por primera vez, la ansiedad, el miedo y la sensación de desconexión, todo ello se evaporó de forma inmediata y mi mente se calmó temporalmente.
Sin embargo, al vivir con padres que se estaban recuperando del alcohol, sabía que no podía convertir la bebida en un hábito.
Resultó que no lo necesitaba: había muchas formas de acallar el ruido, de desconectar y, básicamente, también de hacerme daño. Tras una serie de amistades disfuncionales, novios y rupturas con miembros de mi familia, encontré algo que realmente me funcionó: controlar mi alimentación y el ejercicio. Mi trastorno alimentario, aunque de corta duración, fue grave. Soy perfeccionista y estar sujeta a las normas de restricción de comida y ejercicio me hacía sentir exitosa, que tenía la situación bajo control.
Estas normas se convirtieron en mi mejor amigo y mi enemigo al mismo tiempo, y ya no me sentía sola. Sin embargo, al igual que ingerir alcohol, tomar drogas y salir con chicos malos, controlar mi alimentación dejó de funcionar. Seguía sintiéndome vacía por dentro y desconectada de todo el mundo, incluidos mis padres.
Al principio, la recuperación implicaba una mentalidad de «fingir hasta conseguirlo». Fui a terapia, asistí a mis propias reuniones, me informé sobre la adicción y las enfermedades mentales. Lo más importante es que me armé de valor para pedir ayuda cuando me di cuenta de que no podía hacerlo sola.
Vivir una vida sin la adicción que había elegido siempre iba a ser el reto más difícil, junto con no actuar, pensar en los demás y asumir responsabilidades. No es fácil, y más durante la recuperación; al contrario, se hacen más difíciles, aunque con el tiempo te das cuenta de que uno se las pueda arreglar y prosperar incluso cuando se creía que era imposible de lograr.
Creo firmemente que el conocimiento es poder y poder recuperarme me permitió formarme y educarme. Me convertí en terapeuta nutricional, estudié asesoramiento psicodinámico y obtuve el título de especialista en trastornos alimentarios. En los últimos años he visitado colegios en el Reino Unido y en otros países para hablar a los alumnos sobre los trastornos alimentarios y la imagen corporal, algo que ojalá hubiera estado disponible cuando yo era adolescente. Las respuestas que recibo de todos los alumnos, profesores y padres son rotundamente positivas.
Hoy en día mi vida es muy diferente. Tengo una relación maravillosa con mis padres, tan buena que hemos abierto este centro de rehabilitación.
The Bridge es una amalgama de todo lo que mi familia y yo hemos vivido y en lo que creemos. Trata de la conexión, de crearte una vida que te haga feliz -no tiene por qué parecerse a la de los demás-, de hacer planes para el futuro, de tratar a las personas con respeto y de devolver lo bueno a los demás.